jueves, 15 de diciembre de 2011

Hombres de Autoridad

Autoridad es el dominio, o señorío sobre personas, elementos o territorios. Esta autoridad puede ser transitoria o permanente, humana o divina. A través de este capítulo, descubriremos lo relacionado a la autoridad espiritual del cristiano. Esta autoridad es ejercida cuando llegamos a ser hijos de Dios. Mediante el Espíritu Santo, podemos influenciar y afectar nuestro entorno. A medida que vamos madurando espiritualmente, y conociendo mejor las promesas divinas, nuestra autoridad va creciendo, con el fin de edificar nuestras vidas y la de la iglesia. Un cristiano que usa bien su autoridad, por ejemplo expulsando demonios de los oprimidos por el diablo, en el nombre de Jesús, traerá gloria al nombre de Jehová.

La autoridad del creyente, proviene de tres fuentes: ser hijos de Dios, de las Promesas contenidas en las Sagradas Escrituras, y del poder del Espíritu Santo actuando en nosotros. Conforme nos sujetamos a Dios, el Señor podrá obrar en nuestras vidas, y a través de nosotros llevar bendición y libertad a los demás.

Me impresiona leer el retorno del Hijo del Hombre (Jesús), en su segunda venida, porque trae consigo la más elevada autoridad. Que grande imagen de Cristo, montado en un caballo blanco, vestido de una ropa rojo carmesí, y en su cabeza muchas diademas. El “Rey de reyes y Señor de señores”, retorna en gloria junto a los ejércitos celestiales, vestidos de lino blanco y resplandeciente. Ap. 19:11-16.

La gran autoridad desplegada en la “parusía” (segunda venida), contrasta con la falta de autoridad ejercida en algunos aspectos, por los cristianos de la iglesia actual. Como pastor me doy cuenta de la poca autoridad que se ejerce frente a las enfermedades y los demonios. El desempleo y la falta de autoestima, causan estragos en una iglesia que muchas veces no se atreve a tomar el control. La falta de conciencia, sobre la autoridad delegada sobre la iglesia, nos lleva a estar atados y pasivos a las cambiantes circunstancias de la vida.

Jesucristo, se caracterizó por su forma de hablar “Y se admiraban de su doctrina, porque su palabra tenía autoridad” Lc. 4: 32. Sus enseñanzas estaban llenas de amor. Jesús supo compadecerse de las multitudes como nadie, y ser humilde, pero jamás abandonó su autoridad espiritual.

Jesús inicia su ministerio el Judea, y recibe la unción del Espíritu Santo desde ese día de su bautismo. La unción del Espíritu reposa sobre él Maestro, con el fin de capacitarlo para cumplir con el ministerio encomendado por el Padre. Cristo, enseña, predica, sana enfermos y expulsa demonios. Estas fueron sus credenciales permanentes, las que utilizó generosamente y con gran energía. Jesús fue confrontado por el diablo, por los saduceos y fariseos, por Herodes y Pilato, y jamás echó pie atrás. En cada episodio de su vida, Jesús nunca vaciló en usar la autoridad de la Palabra y del Espíritu Santo, tampoco debemos hacerlo nosotros.

Llamada rectangular redondeada: La autoridad del cristiano, proviene de: ser hijo de Dios, de las promesas bíblicas y del poder del Espíritu Santo.

Cristo entrega poder a sus apóstoles: “Reuniendo a sus doce discípulos, les dio poder y autoridad sobre todos los demonios y para sanar enfermedades. Y los envió a predicar el reino de Dios y a sanar a los enfermos. Y saliendo, pasaban por todas las aldeas anunciando el evangelio y sanando por todas partes” Lc. 9:1-2 y 6. Luego comisiona a otros setenta, enviándolos de dos en dos por muchas ciudades de Israel, diciendo: “Y sanad a los enfermos que en ella haya, y decidles: “Se ha acercado a vosotros el reino de Dios”.” Lc. 10: 9.

La presencia del maestro, trascendía todo lugar que visitaba, inundando cada centímetro de la casa en que se encontraba. La gente podía confiar en él. Los enfermos acudían a su presencia, revestidos de alegría y esperanza. ¿Los enfermos que asisten a nuestras reuniones, podrán experimentar lo mismo?

Pablo exhorta a su discípulo Tito, diciendo: “Pero tú habla lo que está de acuerdo con la sana doctrina. Esto habla, y exhorta y reprende con toda autoridad. Nadie te menosprecie.” Tito 2: 1,15.

Dios nos dio autoridad sobre: las enfermedades, los demonios, la naturaleza, y las finanzas. Existen ocasiones en que Dios efectúa milagros de resurrección, dándonos poder sobre la misma muerte. Por fe en Dios, tenemos el mismo potencial que Cristo tuvo en su ministerio terrenal. Jesús dijo: “De cierto, de cierto os digo: El que en mí cree, las obras que yo hago, él también las hará, porque yo voy al Padre. Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el hijo. Si algo piden en mi nombre, yo lo haré” Jn. 14:12-14 (traducción del autor).

La autoridad del creyente, se recibe por fe, y se imparte hablando, ordenando y viviéndola cada día. En muchas ocasiones, es necesario ordenar y no ponernos a orar. Por ejemplo, frente a una posesión demoníaca, y también frente a enfermos que necesitan un milagro, o una sanidad inmediata.

El libro de los Hechos, narra una maravillosa historia, donde se da testimonio sobre lo ocurrido con dos discípulos del Señor, Eneas y Dorcas, donde se muestra la autoridad espiritual del apóstol Pedro. Además se pone de manifiesto el poder y la misericordia de Dios, quien responde con un milagro frente a la fe del apóstol. La iglesia de hoy está en constante desafío de volver, y permanecer en el poder carismático que habitaba a diario sobre la iglesia primitiva. Algunos piensan que este poder, y los dones sobrenaturales del Espíritu fueron solamente para el tiempo de los primeros apóstoles, pero sabemos que Dios es el mismo ayer, hoy y por los siglos. El brazo de Jehová no se ha acortado para salvar, ni su oído se ha hecho sordo para oír el clamor de su pueblo. Las señales siempre seguirán únicamente a los que creen, no a los que buscan entre líneas argumentos para permanecer en incredulidad. ¡Vamos! Atrevámonos a poner toda nuestra esperanza en Dios, y jamás seremos avergonzados.

Pues bien, el texto bíblico registra estos eventos milagrosos, mencionando lo siguiente:

Aconteció que Pedro, visitando a todos, vino también a los santos que habitaban en Lida. Y halló a uno que se llamaba Eneas, que hacía ocho años que estaba en cama, pues era paralítico. Y le dijo Pedro: Eneas, Jesucristo te sana; levántate, y haz tu cama. Y enseguida se levantó. Y le vieron todos los habitantes en Lida y en Sarón, los cuales se convirtieron al Señor.

Había entonces en Jope una discípula llamada Tabita, que traducido quiere decir, Dorcas. Esta abundaba en buenas obras y en limosnas que hacía. Y aconteció que en aquellos días enfermó y murió. Después de lavada, la pusieron en una sala. Y como Lida está cerca de Jope, los discípulos oyeron que Pedro estaba allí, le enviaron dos hombres, a rogarle: No tardes en venir a nosotros, Levantándose entonces Pedro, fue con ellos; y cuando llegó, le llevaron a la sala, donde le rodearon y mostraron las túnicas y los vestidos que Dorcas hacía cuando estaba con ellas.

Entonces, sacando a todos, Pedro se puso de rodillas y oró; y volviéndose al cuerpo, dijo: Tabita, levántate. Y ella abrió los ojos, y al ver a Pedro, se incorporó. Y él, dándole la mano, la levantó; entonces, llamando a los santos y a las viudas, la presentó viva Hch. 9: 32-43”.

Podemos afirmar confiadamente, que si vivimos por fe, alcanzaremos el poder y la autoridad. El que vive por la fe, vive en autoridad. Nuestra autoridad, está condicionada a la obediencia a Dios. Si no nos sometemos a Dios, nuestra autoridad se esfuma, el apóstol Santiago, instruye acertadamente, diciendo: “Sométanse, pues, a Dios; resistan al diablo, y huirá de ustedes” Stg. 4:7.

Lucas, narra un fascinante episodio en alta mar, en donde la fuerza de la naturaleza es confrontada a una mayor. Es decir, la autoridad del Hijo de Dios.

Aconteció un día, que entró en una barca con sus discípulos, y les dijo: Pasemos al otro lado del lago. Y partieron. Pero mientras navegaban, Jesús se durmió. Y se desencadenó una tempestad de viento en el lago; y se anegaban y peligraban.

Y vinieron a él y le despertaron, diciendo: ¡Maestro, Maestro, que perecemos! Despertando él, reprendió al viento y a las olas; y cesaron, y se hizo gran bonanza.

Y les dijo: ¿Dónde está su fe? Y atemorizados, se maravillaban, y se decían unos a otros: ¿Quién es éste, que aun a los vientos y a las aguas manda y le obedecen? Lc. 8:22-25 (traducción del autor).

Podemos extraer algunas verdades importantes. Tales como: El temor, arrebató la fe de los discípulos. La autoridad del creyente está por sobre las fuerzas naturales. No son las circunstancias las que dan la última palabra, sino el poder de Dios. Y finalmente, no importa todo lo cerca que esté Dios de nosotros, sin fe, no podemos acceder a su poder.

Estar en medio de una tempestad, navegando por un gran lago, en que la fuerza del agua es imponente. La bien conocida impetuosidad del viento, hizo flaquear la confianza de los discípulos. Me llama la atención, que la presencia física del maestro, nos les haya infundido el suficiente valor para estar confiados. Muchas veces, en medio de grandes cultos de avivamiento, podemos ver a personas tan atadas, debido a su incapacidad de confiar que Dios les dará victoria sobre sus dificultades.

Ya hemos conversado que el temor, es la puerta de escape a la fe. El temor desata el poder del diablo, sin embargo, la fe desata el poder de Dios. El temor nos viste de fragilidad, mientras que la fe, de fortaleza. El temor y la fe se establecen en el corazón, ambos se desarrollan por nuestras palabras. El temor, es confianza en el daño que puede hacernos el diablo. La fe es confianza en lo que Dios, puede hacer por nosotros.

Jesucristo, se levanta como el Señor de la naturaleza. Su incomparable autoridad, sobrepuja a la de todo lo creado, por algo es Jesucristo el primogénito (el principal, la razón de ser) de la creación Col. 1:15. Su palabra es ley, el mar y el viento la conocen, y la obedecen. El mundo entero fue hecho por el poder de la Palabra de Dios, y la creación reconoce la mano de autoridad de su Hacedor. Esa misma autoridad, Dios quiere que tú y yo ejerzamos. La idea de creyentes timoratos y asustadizos, jamás pasó por la mente de Dios. Su voluntad es que nos vistamos de su fuerza y demos la batalla de la fe, con gozo y decisión.

“Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” Gn. 1: 28 (R. V. 1960).

Existe un relato del Antiguo testamentario, que ilustra magníficamente la lucha de poder. El despliegue de autoridad entre un gigante, y un joven y piadoso pastorcillo. El poderoso gigante, de nombre Goliat, hablaba con soltura e irreverencia, porque sabía la magnitud de su fuerza física. Sin embargo, David el pastor de ovejas, había establecido su confianza en el nombre de Dios.

Es maravilloso conocer al joven David, quien teniendo todas las circunstancias visibles en su contra, no temió desafiar al paladín de los filisteos. David, que más tarde llegaría a ser rey sobre todo Israel, aprendió desde muy niño a fundar sus fuerzas, en el potencial ilimitado de Dios. Jehová Nissi, o Jehová es mi estandarte, revelado a Moisés en la gran batalla contra Moab, era glorificado en la confianza absoluta del pastor.

El gigante Goliat, hombre diestro en la guerra, de casi tres metros de altura, estableció su autoridad sobre su superioridad física. Goliat, se levanta como el supremo campeón del pueblo impío, deslumbrando a los escuadrones de Israel, con su estatura, su bravura, y su fuerza interior. Este formidable coloso, refulgía como un astro, con su resplandeciente armadura. Su gran espada batida al viento, era un enorme aviso de amenaza y muerte. Todo Israel sabía, incluso el rey Saúl, que no existía entre sus filas ningún soldado que pudiera hacer frente a dicho adversario.

En primera de Samuel, capítulo 17, El profeta Samuel relata este episodio, describiendo los acontecimientos con mucha fuerza y pasión: “Salió del campamento de los filisteos un paladín llamado Goliat, oriundo de Gat. Que medía seis codos y un palmo de altura. Llevaba un casco de bronce en su cabeza y vestía una coraza de malla; la coraza pesaba cinco mil ciclos de bronce. En sus piernas tenía canilleras de bronce y una jabalina de bronce a la espalda. El asta de su lanza era como un rodillo de telar y la punta de su lanza pesaba seiscientos siclos de hierro. Delante de él iba su escudero.

Goliat se paró y dio voces a los escuadrones de Israel, diciéndoles: ¿Para qué os habéis puesto en orden de batalla? ¿No soy yo el filisteo y vosotros los siervos de Saúl? Escoged de entre vosotros un hombre que venga contra mí. Si él puede pelear conmigo y me vence, nosotros seremos vuestros siervos; y si yo puedo más que él y lo venzo, vosotros seréis nuestros siervos y nos serviréis.

Al escuchar Saúl y todo Israel estas palabras del filisteo, se turbaron y tuvieron mucho miedo” 1° S. 17:4-9,11.

Cada vez, que nos enfrentemos a un gran reto en la vida, tendremos que lidiar contra el temor. Temor a un poder aparentemente mayor, temor a un consistente desafío financiero, temor a los infaltables enemigos de la fe, y temor a caminar por una senda desconocida. Sea cual fuere el origen de nuestro temor, expúlsalo de tu vida, y avanzarás.

El rey Saúl, había sido desechado por Dios, por su carácter orgulloso y por su desobediencia. A pesar que Saúl era el hombre más alto de Israel, tenía un corazón desposeído del valor y la autoridad de Dios, lo que lo hacía pequeño interiormente.

El libro de Samuel, continúa su relato diciendo: “David era hijo de aquel hombre efrateo, oriundo de Belén de Judá, llamado Isaí, el cual tenía ocho hijos. En tiempos de Saúl este hombre era ya viejo, de edad muy avanzada, y los tres hijos mayores de Isaí se habían ido a la guerra para seguir a Saúl.

Salía, pues, aquel filisteo por la mañana y por la tarde, y así lo hizo durante cuarenta días. Todos los hombres de Israel que veían a aquel hombre huían de su presencia y sentían gran temor. Y cada uno de los de Israel decía: “¿No habéis visto a aquel hombre que ha salido? El que se adelanta para provocar a Israel. Al que lo venza, el rey le proporcionará grandes riquezas, le dará a su hija y eximirá de tributos a la casa de su padre en Israel”. Entonces habló David a los que estaban junto a él, diciendo: ¿Qué harán al hombre que venza a este filisteo y quite el oprobio de Israel? Porque ¿Quién es este filisteo incircunciso para que provoque a los escuadrones del Dios viviente? 1 S. 17:12-13; 24-26.

Podemos rescatar dos principios muy importantes, en esta narración. Primero, David no consulta sobre el arsenal bélico de Goliat, él pregunta: ¿Cuál es la recompensa para el que lo venciere? Si bien es cierto, todo desafío personal, o ministerial, trae consigo una gran cuota de sacrificio, no debemos dejar que estos escollos empañen nuestra visión de la victoria final. Si al levantarnos por la mañana, sólo podemos ver los gigantes de cada nuevo desafío, es mejor que nos volvamos a acostar, hasta cobrar el verdadero valor de Dios. El sepulcro está lleno de riquezas, de grandes empresas, de bellas familias y de poderosos ministerios, que nunca se llevaron a cabo, porque los hombres jamás tuvieron el valor para concretarlos.

El libro de Apocalipsis, no habla de muchas bendiciones para los que venzan el pecado, y desarrollen vidas agradables a Dios. Leerlas nos anima a seguir luchando, y no rendirnos jamás.

“Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraíso de Dios” Ap. 2:7.

“El vencedor será vestido de vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles” Ap. 3:5.

“Al vencedor yo lo haré columna en el templo de mi Dios y nunca más saldrá de allí. Escribiré sobre él el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios, la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo con mi Dios, y mi nombre nuevo” Ap. 3:12.

“Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono” Ap. 3:21.

“El vencedor heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo” Ap. 21:7.

Lo segundo, se desprende de la pregunta hecha por David, cuando dijo: ¿Quién es este filisteo incircunciso para que provoque a los escuadrones del Dios viviente? Hasta ahora, David es el único que reconoce que el ejército de Israel, es propiedad de Dios. El pastor reconoció mejor que nadie que la verdadera lucha de poderes, no era entre simples hombres, sino entre Goliat, símbolo satánico, e Israel, siervos de Jehová.

Ofender a los escuadrones de Israel, era ofender a Dios mismo, por eso David tomó la provocación del filisteo, como un insulto a la gloria y autoridad de Jehová de los Ejércitos. Encontramos este mismo principio, cuando Saulo es confrontado por Cristo, camino a Damasco. Saulo, había perseguido a los cristianos con furia, su despiadado celo legalista, causaba grandes estragos en la iglesia primitiva. Saulo jamás imaginó que su maltrato hacia los creyentes, sería tomado como un maltrato a Dios. Jesucristo, en su gloriosa aparición exclama diciendo: “Saulo, Saulo, ¿Por qué me persigues? Él dijo: ¿Quién eres, Señor? Y le dijo: Yo soy Jesús, a quien tu persigues; dura cosa te es dar coces contra el aguijón” Hch. 9:4-5.

Cuando los comentarios de David, llegan a oídos de Saúl, el rey lo hace venir a su presencia. El joven pastor habla a su señor el rey, diciendo: “Tu siervo era pastor de las ovejas de su padre. Cuando venía un león o un oso, y se llevaba algún cordero de la manada, salía yo tras él, lo hería y se lo arrancaba de la boca; y si se volvía contra mí, le echaba mano a la quijada, lo hería y lo mataba. Ya fuera león o fuera oso, tu siervo lo mataba; y este filisteo incircunciso será como uno de ellos, porque ha provocado al ejército del Dios viviente. Jehová_ añadió David _, que me ha librado de las garras del león y de las garras del oso, él también me librará de las manos de este filisteo.

Dijo Saúl a David: Ve, y que Jehová sea contigo. Luego tomó David en la mano su cayado y escogió cinco piedras lisas del arroyo, las puso en el saco pastoril, en el zurrón que traía, y con su honda en la mano se acercó al filisteo. Cuando el filisteo miró y vio a David, no lo tomó en serio, porque era apenas un muchacho, rubio y de hermoso parecer. El filisteo dijo a David: ¿Soy yo un perro, para que vengas contra mí con palos? Y maldijo a David invocando a sus dioses.

La lucha estaba por comenzar, y Goliat había invocado a sus dioses, lo que terminaba por declarar que esta sería una lucha entre dos hombres, que representaban sus dioses. Una lucha directa, entre Jehová de los ejércitos y las deidades filisteas, tales como el dios Dagón. El ambiente estaba tenso, y las huestes de ambos ejércitos estaban expectantes. El campeón que venciera, daría la autoridad a su pueblo sobre sus enemigos. Goliat prorrumpe con gran voz, diciendo: “Ven hacia mí y daré tu carne a las aves del cielo y a las bestias del campo.

Entonces dijo David al filisteo: Tú vienes contra mí con espada, lanza y jabalina; pero yo voy contra ti en el nombre de Jehová de los ejércitos, el Dios de los escuadrones de Israel, a quien tú has provocado. Jehová te entregará en mis manos, yo te venceré y te cortaré la cabeza. Y hoy mismo entregaré tu cuerpo y los cuerpos de los filisteos a las aves del cielo y a las bestias de la tierra, y sabrá toda la tierra que hay Dios en Israel. Y toda esta congregación sabrá que Jehová no salva con espada ni con lanza, porque de Jehová es la batalla y él les entregará en nuestras manos.

Aconteció que cuando el filisteo se levantó y comenzó a andar para ir al encuentro de David, David se dio prisa y corrió a la línea de batalla contra el filisteo. Metió David su mano en la bolsa, tomó de allí una piedra, la tiró con la honda e hirió al filisteo en la frente. La piedra se clavó en la frente del gigante y cayó a tierra sobre su rostro. Así venció David al filisteo y lo mató, sin tener David una espada en sus manos. Entonces corrió David y se puso sobre el filisteo; tomó su espada, la sacó de la vaina, lo acabó de matar. Y David le cortó la cabeza a Goliat frente a todo el pueblo, confirmando la supremacía y autoridad de Dios sobre sus enemigos”.

Jesucristo, nos entregó la responsabilidad de ser testigos de Dios por toda la tierra. También nos entregó la autoridad necesaria para cumplir con esta tarea. Cristo, vino como representante de Dios para llevar a cabo el plan de redención, y arrebatar al diablo el reino que éste le robó a Adán. Jesús, vino con autoridad divina, habló la Palabra e hizo las obras del Padre.

Después de su muerte y resurrección. Jesucristo tomó la autoridad que el Padre Todopoderoso le dio. Jesús dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” Mt. 28:18, delegó también su autoridad a su iglesia, con el fin de cumplir la Gran Comisión. El Salvador, dio autoridad a sus discípulos y en este acto, también a nosotros. “...Como me envió el Padre, así también yo les envío” Jn. 20:21. “He aquí les doy potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo, y nada les dañará” Lc. 10:19.

Los discípulos de Cristo, siguieron el método y el ejemplo del Maestro, y usaron la autoridad que él les otorgó. Los prodigios y maravillas continuaron, y la Palabra de Dios se anunciaba con denuedo. La iglesia crecía y se fortalecía con el paso del tiempo, a pesar de la cruenta oposición, primero de los judíos, y luego del imperio romano.

Siempre pensamos en trabajar con Dios, en la expansión de su reino. Pero en realidad, es el Señor quien desea trabajar con nosotros. Dios no depende de lo que somos, sino, nosotros dependemos de lo que Dios quiera hacer con nosotros. Inicialmente los discípulos eran hombres simples, incrédulos y temerosos. Pero al ser revestidos del poder y la autoridad espiritual, inmediatamente se transformaron en personas distintas. Sus voces se alzaron con firmeza y osadía, sus predicaciones ungidas, trastornaban el corazón de todo un pueblo, y miles de personas estregaban sus vidas al Señor “...Estos que trastornan el mundo entero han venido acá” Hch. 17:6. Dios mismo les ayudaba, y confirmaba la palabra que salía de sus labios, con grandes demostraciones de poder” Mr. 16:20.

Jesús, reconoció que el Padre le había entregado toda autoridad. Él entregó su testimonio en la sinagoga, leyendo el rollo del profeta Isaías, diciendo: “El Espíritu del Señor esta sobre mí por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón; a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos”. Lc. 4:18

En Mateo 18:18-19, Jesús dio armas poderosas a los creyentes, con la siguiente declaración: “todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo. Otra vez os digo, que si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mí Padre que está en los cielos”.

Quiero contarle una historia, que ilustra el poder de la autoridad delegada. En un pequeño pueblo, el cual se podía recorrer caminando en sólo algunas horas, existía una tienda. Este lugar servía de estación de bencina, correo y mercado. Un día, un enorme camión venía cuesta abajo a unos cien kilómetros por hora. La velocidad máxima permitida en aquel lugar era de cuarenta y cinco kilómetros por hora. Afuera de la tienda, se encontraba un anciano, vistiendo uniforme de policía. Sin titubear, el anciano se puso en medio de la calle, y alzó su mano con autoridad. Al aproximarse a él, el camión frena bruscamente y se detiene.

El policía era un hombre de edad avanzada, bajo de estatura, que había trabajado en su juventud como minero, pero ahora se le había encargado la vigilancia en aquel lugar. En ese instante, se baja del camión, un hombre corpulento, de un metro noventa centímetros de estatura. El policía sacudió su dedo y le dijo, con voz fuerte: ¿Qué cree usted que está haciendo? ¿Quiere matar a alguien? “No señor” contestó el camionero. “Lo siento señor No fue mi intención exceder la velocidad máxima, lo que sucedió es que el pueblo apareció tan de pronto que no me di cuenta”. “Sígame”, le ordenó el anciano. Le hizo entrar en la jefatura de policía, y le cursó una multa. El camionero, canceló la multa y se retiró en silencio. Piensa usted que el joven y corpulento camionero, tuvo miedo del anciano policía. Por supuesto que no. Lo que sucedió, es que el policía portaba una placa de identificación oficial, que le otorgaba autoridad sobre sus funciones policiales. Al igual que el cristiano, no asusta al diablo, ni a las enfermedades, ni a la muerte, pero por la autoridad de Cristo, tenemos poder sobre todos ellos. La autoridad delegada a la iglesia, nos hace poderosos embajadores del reino de los cielos, para conquistar al mundo para Cristo.

Cuando comprendemos esta verdad, tenemos la clave del poder en nuestras manos. Jesucristo habló, y su palabra se cumplió. Los apóstoles y discípulos hablaron la Palabra, y esta se cumplió. Nosotros podemos también hablar la Palabra con la misma autoridad, ya que nos respalda la fuerza del Espíritu Santo, y se cumplirá indefectiblemente.

Una vez más, está en nuestras manos elegir como vamos a vivir. Si revestidos de la autoridad del cielo al servir a Jesús, y guardar su Palabra o vivir desposeídos y vulnerables a las circunstancias y obstáculos que nos rodean. Si somos hijos de Dios, entonces el Espíritu Santo mora en nosotros y por consiguiente pertenecemos al Reino de los Cielos. En este Reino, lo que hacemos tiene repercusiones eternas, nuestra fe, amor, nuestras palabras y obras. Por tanto, debemos ser responsables y cuidadosos en cómo nos comportamos y de que manera aprovechamos todo el enorme potencial que Dios ha depositado sobre nuestras vidas. Debemos sujetar cada día nuestra voluntad y nuestros deseos al Señor, y bajo su soberana y perfecta voluntad desempeñarnos como Hombres de Autoridad.

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